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jueves, 9 de mayo de 2013

Obispos condenados


 Leí hace unos días un excelente artículo titulado “Apuntes jurídicos sobre la titularidad de la Mezquita-Catedral de Córdoba”, de Antonio Manuel Rodríguez, profesor de Derecho civil en la Universidad de Córdoba. En este texto se utiliza el ejemplo de la mezquita de Córdoba para criticar, desde el punto de vista civil, las famosas inmatriculaciones de bienes públicos que ha hecho la Iglesia a su favor. Recomiendo vivamente su lectura, aunque las líneas siguientes resumen algunos de sus puntos centrales como base para desarrollar mi argumento.

En España muchos bienes que la Iglesia Católica usaba como propios eran en realidad del Estado o de los municipios. Es el ejemplo de la mezquita de Córdoba: fuentes históricas nos prueban que quien ejercía jurisdicción sobre ellas era el rey y no la Iglesia. Este mismo extremo ha sido aceptado de forma tácita por la Iglesia.

Hasta 1998 los bienes de dominio público no podían inscribirse en el Registro de la Propiedad. Ese año el Gobierno de Aznar aprueba una modificación del artículo 5 del Reglamento Hipotecario que permite este tipo de inscripciones (1). Y aquí viene la risa: el artículo 206 de la Ley Hipotecaria, que no ha sido modificado nunca desde 1946, permite a la Iglesia Católica librar una certificación por la cual puede inmatricular (inscribir por primera vez) los bienes sobre los que no tenga título escrito de dominio. Es decir, que tiene la capacidad de documentar que inmuebles sobre los que no tiene título alguno son realmente suyos, y esa certificación se equipara a las que libran los organismos del Estado en el mismo caso.

Entendamos bien esto. Si cualquier otro particular quiere inmatricular un bien sobre el que no tiene título escrito de dominio (porque se ha transmitido por herencia durante generaciones o porque no elevó a escritura el contrato de compraventa, por ejemplo) debe probar que es suyo mediante un acta de notoriedad. Este acta es un procedimiento ante notario que incluye certificaciones catastrales, publicidad de Boletín Oficial para informar a todos los que puedan tener un derecho sobre la finca y la intervención final de un juez. Si quiere hacerlo la Iglesia basta con que el cura u obispo diga que es suya, igual que si fuera el Estado.

Esta situación es radicalmente inconstitucional, porque una democracia no puede dar a un sujeto privado la misma capacidad de fe pública que tiene el Estado. Además la Iglesia le ha dado una vuelta de tuerca más a la situación cuando ha empezado a inmatricular bienes de dominio público (2) a su nombre, pervirtiendo una situación que ya era injusta.

Pero yo quiero ir un paso más allá. Al margen de la relativa dificultad de cancelar esos asientos registrales incluso aunque se basen en una normativa que no sólo es inconstitucional sino que se ha interpretado de manera torticera quiero analizar la posibilidad de hacer responder penalmente a los curas y obispos que han facilitado esta certificación. ¿Y por qué delito? Por el de prevaricación.

“¿Pero cómo?”, diréis, “si la prevaricación es algo propio de los funcionarios”. Efectivamente, el artículo 404 del Código Penal restringe el círculo de autores a las autoridades y funcionarios. Y los obispos y sacerdotes católicos no son funcionarios ni mucho menos autoridades.

 Sin embargo, puede que os sorprenda el concepto de funcionario manejado en el artículo 24 del Código Penal. Ahí no hay ninguna referencia a haber pasado una oposición ni a trabajar para el Estado. Y no tiene por qué haberla, porque a la hora de delimitar qué es penalmente un funcionario los formalismos nos sobran. Los funcionarios y las autoridades públicas tienen capacidades exorbitantes respecto de los particulares: pueden detenerte, sancionarte, juzgarte, privarte de libertad, expropiarte la casa o retirarte permisos. Por ello, deben tener una responsabilidad agravada.

Para construir un sistema coherente, es necesario que cualquier persona que tenga capacidades exorbitantes tenga responsabilidades agravadas, y da igual la forma en que haya adquirido esas prerrogativas. Esto lo resuelve la ley acudiendo al concepto de función pública: a efectos penales es funcionario todo el que ejerce funciones públicas. Punto.

Pues bien: un obispo cuando certifica que un inmueble es de la Iglesia, ¿no está ejerciendo funciones públicas? En el Registro de la Propiedad español sólo pueden inscribirse documentos públicos, es decir, administrativos, judiciales o notariales… salvo en este caso. La palabra de un obispo tiene el mismo peso que un documento público a la hora de fundamentar inscripciones registrales. Se trata de un sujeto privado al cual la ley confiere la facultad de dar fe pública: ya no es necesario que intervengan un juez y un notario para tramitar un acta de notoriedad, basta con que monseñor escriba en un papel que la iglesia es suya.

El resto de los elementos del tipo se cumplen también. La ley menciona que la resolución debe ser “injusta” y “arbitraria”, y la jurisprudencia ha interpretado que debe tratarse de una ilegalidad palmaria, perceptible por todos y que no dependa de finezas de interpretación. Como en este caso, donde la Iglesia, abusando de una capacidad inconstitucional, inmatricula a su nombre bienes que eran de todos.

No echemos las campanas al vuelo. En España la pena por prevaricación es absurda, porque no incluye multa ni cárcel. La sanción es de inhabilitación para empleo o cargo público: eso le importa muy poco a un sacerdote ya que, por suerte y a pesar de que la ley les conceda funciones públicas, no son cargos públicos. Sin embargo, la mera idea de ver a toda esta pandilla de ladrones condenados produce un cierto regocijo moral, ¿no?





(1) No sé qué intenciones tendría el Gobierno al realizar esta modificación, pero seguramente iban más en el sentido de generar seguridad jurídica para el Estado y los particulares que para facilitar lo que ha acabado pasando.
(2) Sólo después de 1998: esta es la aceptación tácita de la que hablaba más arriba: que sólo empezaron a inmatricular bienes a su nombre cuando el Reglamento Hipotecario permitió inscribir bienes de dominio público.

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